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19 de mayo de 2010

La extraña pareja o el flirt entre lápidas




Quien no ame el vino, las mujeres y las canciones, será un estúpido toda su vida.

(Martín Lutero)

Harold and Maude (1971), de Hal Hashby

El cine nunca dejará de sorprendernos, bendito sea. Reconozcámoslo: la inminente “revolución del séptimo arte” que pregonan los acérrimos de meros espectáculos visuales como Avatar –cuyo guión podría haber sido escrito en cuestión de horas por un guionista del montón, y cuyo mensaje ecologista y fascinantes bichos habían sido elevados a la categoría de obra de arte en El Planeta salvaje en ¡1973!- se queda en injustificable obsesión de la industria por alargar historias de las cuales no puede extraerse mucho más.


Pues bien, la película que nos ocupa se encuentra en las antípodas de semejante parafernalia, hasta el punto de que ha conseguido que superara mis reticencias hacia todas aquellas obras que han sido etiquetadas bajo la denominación genérica de “comedia negra” y que, con honrosas excepciones como El verdugo (sigo pensando que el humor negro español es probablemente lo más original que ha dado nuestro país al cine, y que hasta que su profeta –Berlanga- no muera no será reconocido en su justa medida), Delicatessen o Monsieur Verdoux raramente merecen semejante calificativo. Me explico mediante una sencilla fórmula de raíz falsacionista: la mera unión de lo macabro y la chorrada no implica necesariamente el alumbramiento de una comedia negra.

Harold & Maude es, de hecho, su paradigma: la historia de un petimetre de diecinueve primaveras con aspecto marcianoide (Bud Cort) que trata de epatar a su relamida y controladora madre (Vivian Pickles) mediante sucesivos simulacros de suicidio. Semejante al Vincent de Tim Burton, carece de amigos, y su afición más remarcable consiste en asistir a funerales de gente desconocida, afición compartida con Maude (Ruth Gordon, la siniestra vieja de La semilla del diablo), cuasi octogenaria viuda de una vitalidad desbordante (imaginaos a un híbrido entre la típica abuelita anglosajona, Alexis Zorba y James Dean) y definitivamente amiga de lo ajeno. Los suyos son roles que generalmente encontramos invertidos en gente de sus respectivas edades, y representan las pulsiones de vida y de muerte, el nihilismo y el optimismo que van indisolublemente unidos, atracción escenificada en el romance nacido entre ambos, tan extravagante como –lo digo sincera y desprejuiciadamente- bello.


Pero Maude no es sólo la novia de Harold sino que, además, representa para él el papel de mentora, de senex (tópico de notable tradición cinematográfica, como podremos comprobar en El señor Ibrahim y las flores del Corán, Nunca en domingo, El club de los poetas muertos o el propio Zorba el Griego) que sabe que sus días están contados, y que introduce al joven barbilampiño en una nueva forma de observar el mundo circundante: la libertad y combatividad ante las actitudes totalitarias, la capacidad de tomar las riendas de la propia vida, la flexibilidad –por así decirlo- ante los límites impuestos por la ley y la capacidad de maravillarse ante la música, el arte y las cosas más sencillas son sólo algunas de las enseñanzas que se desprenden de una mujer de bandera, despierta y alocada. El desenlace –a alguno quizá le venga a la mente Quadrophenia- no decepcionará a nadie, y probablemente el mismísimo Séneca irrumpiera en aplausos al acabar a proyección (aquel que tenga la oportunidad de verla entenderá a lo que me refiero).

El camino iniciático emprendido por ambos no podría tener un acompañamiento musical más acertado que el de Cat Stevens (recordemos, si no, la temática de su mayor éxito, “Father and son”, que curiosamente no aparece en nuestro film), omnipresente a lo largo de todo el metraje y que, además, compuso dos de los temas de la BSO con motivo de la película: “If you want to sing out, sing out” y “Don’t be shy”.

Fantástico film de culto (en efecto, eso significa que fracasó en taquilla) es, además, la 45ª película más divertida de todos los tiempos según el Instituto Americano de Cine. Fue rodada en la zona de la Bahía de San Francisco en una época tan crucial como significativa (1971) y, no en vano, es una obra extrañamente existencialista y antibelicista (son diversas las referencias a la Guerra de Vietnam o –ésta casi imperceptible- a la Segunda Guerra Mundial, mientras que Victor, el tío militar de Harold es, a su vez, magistralmente ridículo) sin incurrir en tópicos cargantemente hippies de los cuales adolecían muchas producciones de aquel entonces. Aquí el trailer:



No se suiciden sin haberla visto previamente. Puede que, tras 94 minutos, cambien de opinión y utilicen la soga para el fin con el que fue concebida: evitar que nos caigan los pantalones.

Films Relacionados:

Nunca en domingo, de Jules Dassin (1960)
Zorba el griego, de Michael Cacoyannis (1964)
La semilla del diablo, de Roman Polanski (1968)
El Planeta salvaje, de René Laloux (1973)
Quadrophenia, de Franc Roddam (1979)
El club de los poetas muertos, de Peter Weir (1989)
El señor Ibrahim y las flores del Corán, de François Dupeyron (2003)

Otras comedias negras:

Monsieur Verdoux, de Charles Chaplin (1947)
La muerte de un burócrata, de Tomás Gutiérrez Alea (1966)
Vincent, de Tim Burton (1982)
Delicatessen, de Jean-Pierre Jeunet y Marc Caro (1991)
Happiness, de Todd Solondz (1998)

Artículo de Miguel Pérez

1 de abril de 2010

De latir mi corazón se ha parado




Unas pocas semanas atrás, el estreno de Un profeta deslumbró a todos aquellos que, como yo, sienten una profunda admiración por los dramas carcelarios y que, con satisfacción, veían cómo el género experimentaba un nuevo auge gracias a la aparición de las excelentes Celda 211 o a Shutter Island y algunas de sus referencias al cine patibulario, desgraciadamente no tan frecuente (según pensamos muchos) como debería: La evasión, El hombre de Alcatraz, Fuga de Alcatraz, Papillon, Un condenado a muerte se ha escapado, La gran evasión, Cadena perpetua son algunas de sus films más representativos pero ¡ay! nos saben a poco.


La curiosidad y el consejo de algún amigo más ducho que yo en la cinematografía de la patria de Robespierre (¡gracias Raúl!) me impulsó a visionar éste otro trabajo (2005) de Jacques Audiard que, a pesar de ser un remake de Melodía para un asesino de James Toback, en mi opinión mejora la obra que lo inspira. No obstante, no deja de ser cierto que el título del original es bastante más acertado, pues la forzada traducción al español de De battre mon coeur s'est arrêté obliga a un hipérbato ripioso.

Romain Duris interpreta a Thomas Seyr, violento joven que se dedica al innoble arte de desahuciar a inquilinos morosos –o sencillamente ilegales- de sus viviendas: entre sus múltiples recursos para desempeñar su función –desempeñada en Valencia, como es sabido, por cierta empresa de seguridad cuyo nombre obviaré- se encuentran las amenazas, la violencia o la cobarde estrategia de instalar la insalubridad en esos hogares. De hecho, odia la sordidez y la insania intrínsecas al “negocio inmobiliario” y a los negocios que por él pululan, del mismo modo que se odia a sí mismo por lo que hace, y por haberse dejado introducir en semejante desatino por influencia de su padre (Niels Arestrup, que interpreta a otro personaje poco recomendable –el mafioso corso- en la ya mencionada Un profeta), un rentista pragmático (con ese pragmatismo, podríamos afirmar, que ha hecho de la nuestra una sociedad esquizoide y triste como la protagonista de La pianista de Haneke: “hay quien cruza el bosque y sólo ve leña para el fuego”, decía Tolstoi) y problemático para su hijo a partes iguales. Tom, en cambio, heredó de su fallecida madre –reconocida concertista de piano- el talento y un carácter hipersensible. Precisamente el encuentro con un antiguo amigo de ésta provoca el resurgimiento de su vocación musical con un renovado vigor que roza lo febril. Llegados a este punto, muchos comenzarán a atar cabos y a comparar nuestro film con Mi vida es mi vida de Bob Rafelson y, curiosamente, y una vez comprobado que median ocho años entre ésta (1970) y la citada Melodía para un asesino (1978), no es tan inverosímil pensar que la una pudiera inspirarse en la otra.



En fin: Seyr decide prepararse para una audición tras diez años sin tocar, motivo por el cual comienza a asistir a clases particulares de piano impartidas por una concertista vietnamita, cuya principal particularidad reside en que no habla francés ni lo más mínimo. Será la música, serán sus dedos deslizándose saltarines sobre las teclas de un piano de cola, los que tenderán un puente para el mutuo entendimiento. Mientras tanto, el padre del matón reconvertido a artista (naturalmente en desacuerdo con su hijo, como en el caso de Billy Eliott de Stephen Daldry) se va metiendo hasta el cuello en un cul-de-sac con la mafia rusa que le saldrá muy caro…


¿El desenlace? Aventuraos vosotros mismos en esta mezcla de género negro, crítica social, drama musical, película iniciática y reflexión estética tan bien ensamblada -casi exclusivamente, eso sí, alrededor del protagonista. En resumen, el film de Audiard vuelve a hablarnos del clásico tema (¿es que acaso existe otro?) de la polaridad existente en el ser humano y, de forma más patente, en aquellos seres dotados de un genio creador, de ese daimon único e intransferible que -a juicio de Heráclito- cada uno poseemos, y que en su tensión alberga todas nuestras potencialidades, ya sean constructivas o destructivas.

Los 8 Premios César, incluyendo mejor película y mejor director, así como el premio a la mejor banda sonora en Berlín de De latir mi corazón se ha parado, avalan esta historia de redención a través de la música (curioso, la peli de mi anterior y primer post también podría definirse como tal) salpicado por las notas de Haydn y por la electrónica de Télépopmusik.

Filmografía relacionada:

Tirad sobre el pianista (Tirez sur le pianiste, François Truffaut, 1960)
Mi vida es mi vida (Five easy pieces, Bob Rafelson, 1970)
Melodía para un asesino (Fingers, James Toback, 1978)
El piano (The piano, Jane Campion, 1993)
Shine (Scott Hicks, 1996)
Billy Elliot (Stephen Daldry, 2000)
La pianista (La pianiste, Michael Haneke, 2001)
El pianista (The pianist, Roman Polanski, 2002)

Artículo de Miguel Pérez




27 de marzo de 2010

La leyenda del DJ Frankie Wilde


Sin música, la vida sería un error.
Friedrich Nietzsche

Sí, es cierto que la cita está tan manida que casi anda en carne viva, pero déjenme que me explique, denle una oportunidad a este pobre blogger novato en Al norte por el noroeste. La leyenda del DJ Frankie Wilde es un biopic acerca de uno de los más reputados deejays del mundo -afincado en Ibiza, para más señas- que se sumerge en los recovecos más sórdidos de la fama (pues decir “de la música electrónica” sería superficial e injusto) y asciende a las más elevadas de la empatía con el público mediante la música. En esa especie de purgatorio que resulta de la combinación del talento y la insensatez se sitúa el culmen y el declive de un personaje carismático pero autodestructivo hasta extremos insospechados. Ante semejante personaje, es obligado aclarar que el susodicho Frankie Wilde no existe -¡no, y lo demás son ganas de perder el tiempo en foros!-, aunque está inspirado en los rasgos de diferentes DJs reales: se ha hablado de Jon Carter, Brandon Block o del mismísimo Sven Väth. Juzguen por sí mismos:



Sea como fuere, Wilde, dotado con un enorme talento para, mediante los platos, transmitir el éxtasis a miles de personas anónimas, es completamente incapaz de poner en orden su vida, que será rápidamente destruida por la deslealtad de aquellos que le rodean, por su aguda politoxicomanía y, de forma que parece definitiva, por los coqueteos con la sordera irreversiblemente unidos a su oficio. Cuando la burbuja electrónica que lo envuelve, a modo de velo entre él y el vacío más total, explota; cuando lo único que realmente ama en el mundo se desvanece en el silencio; cuando el gran teatro de marionetas que es su vida comienza a arder, comienza su desaparición y posterior calvario por el mundo. Del mismo modo que Robert Johnson permaneció en paradero desconocido como por arte de magia negra durante varios años (según se cuenta, para venderle su alma al diablo a cambio del don de tocar la guitarra como los ángeles), Frankie comienza una andadura sin rumbo que, por caprichos del azar, le lleva a una mujer con la que descubrirá –de nuevo azarosamente- que la música es bastante más que un goce auditivo: es un hormigueo que se puede experimentar desde las palmas de las manos o las plantas de los pies, una reverberación invasiva e inexplicable, una manifestación del ser. Gracias a este hallazgo, el DJ más sordo de la galaxia musical consigue llevar a cabo su reaparición y volver a emocionar a las masas enfervorecidos por una sola vez, tras la cual decide retirarse de forma definitiva.


Más que una historia de superación al uso tan del gusto anglosajón, lo que nos muestra el británico Michael Dowse (nominado como mejor director a los Genie Awards canadienses por el film que nos ocupa) es una fábula sensitiva, la constatación de la tensión entre el arte y la destrucción y, asimismo, la posibilidad de la reconstrucción ontológica de cualquier ser humano, con sus miserias y genialidades, a través del ingenio y del amor a la música. O, como expresara Miguel Hernández, que tan en boga porque se le ocurrió nacer cien años atrás, que acaso sea más sensato que nacer en nuestros días:

Turbia es la lucha sin sed de mañana.
¡Qué lejanía de opacos latidos!
Soy una cárcel con una ventana
ante una gran soledad de rugidos.
Soy una abierta ventana que escucha,
por donde va tenebrosa la vida.
Pero hay un rayo de sol en la lucha
que siempre deja la sombra vencida.


No olvidemos, para los entendidos en la materia, el valor extra que confieren a este falso documental las apariciones de gurús de la electrónica como Carl Cox, Paul Van Dyk o Tiësto, entre otros. En resumen, un trabajo disfrutable que mezcla elementos –huelga decirlo: como la vida misma- de la comedia más bizarra y de la tragedia más desoladora. Y ya para finalizar, ¿que me dicen del tema de la desaparición? ¿Qué hubiera sido de la literatura, el cine y la música popular de las últimas décadas sin el constante recurso a la anulación?

Aunque probablemente ciertas comparaciones sean odiosas, a este respecto quizá te puedan interesar:

Apocalypse Now (1979), de Francis Ford Coppola
This is Spinal Tap (1985), de Rob Reiner
Missing (1982), de Constantin Costa-Gavras
Acordes y desacuerdos (1999), de Woody Allen
El perfume (2006), de Tom Tykwer
Up (2009), de Pete Doctor y Bob Peterson

Y a propósito del rollito electrónico:

Con la música a tope (2000), de Greg Harrison
Berlin Calling (2008), de Hannes Stöhr

Artículo de Miguel Pérez